Paranoyas célebres.

sábado, 9 de abril de 2011

Oscuro despertar

Mostraban la marca de la peor de las pesadillas.
La realidad.
La luz se adentró con sonora calidez por la ventana, abrí los ojos desbordada por la dulce imagen de mi habitación rodeada de aquel halo celestial, de aquella paz luminosa que me obligaba a entrecerrar los ojos para evitar el dolor en la retina, una sensación tan profunda y sublime que fue desapareciendo a medida que el sonido atronador de un motor fue tomando el suelo. Sólo se me ocurrió pensar que estaban haciendo prácticas de vuelo, aunque a decir verdad, solían seguir un horario y eran como mucho las tres y media de la mañana. Me giré suavemente para darle la espalda a la atronadora luz que entraba por la ventana y así poder seguir durmiendo.

Una fría ráfaga de aire entró por la cristalera. Aún no me explico cómo ocurrió, como el viento entro por una vidriera cerrada y con el cerrojo echado, pero lo hizo. Ahora, la ventana proyectaba una sombra alargada y desgarbada creada por aquella luz, una sombra que parecía encontrarse dentro de mi pequeño habitáculo. No fui capaz de mirar, más que nada porque no podía moverme, aquella repentina figura me producía temor, no sé porque, pero sí que aquello no era normal, sentía como los escalofríos me recorrían la piel cada vez con más frecuencia, comenzando por la punta de los dedos de los pies y terminando en la nuca, erizándome el vello a su paso. 

La luz se hizo más intensa y el sonido de un arrastrar de pies me puso en alerta, aquello que antes creía que se encontraba fuera, había entrado y arrastraba su cuerpo hacía mí, haciendo que el parqué resonara bajo sus decididos pasos. Esperaba que pensara que estaba dormida, si es que aquello no era producto de una pesadilla. Cerré los ojos con fuerza y apreté mis puños contra el pecho, un acto reflejo que tenía desde que era pequeña. Tenía el cuerpo contraído en posición fetal y poco a poco los músculos estaban respondiendo agarrotándose con el lento paso del tiempo. 
Noté la mano helada sobre las sábanas, unos dedos huesudos que la agarraban intentando destaparme, empezaba a faltarme el aire en los pulmones, la sensación de angustia crecía con la secuencia de los latidos de mi corazón. De repente, todo se quedó en silencio, la luz se desvaneció poco a poco y los pasos se dirigieron a la puerta, no escuché que se hubiera abierto, pero supe que se había ido porque pude volver a estirarme sin temor a que pensara que estaba despierta. Cogí el inhalador y lo apreté varias veces para que el mentol me despejara los pulmones, notaba un ambiente extraño en el aire, un ambiente diferente —la calma que precede a la tempestad—, pensé. Ojalá me hubiese equivocado.

Un grito desgarrador rompió el silencio sepulcral que se había creado en el manto nocturno, un alarido que me reventó los tímpanos y me hizo perder el equilibrio, pues en cuanto noté el alivio que me denotaba que aquella presencia se había marchado me había reincorporado de un salto para poder respirar. El sabor amargo de la bilis se iba acentuando en mi boca, ¿quién había gritado? ¿Qué estaba pasando? Y de nuevo otro chillido que hubiese helado la sangre hasta al mismísimo Conde Drácula. Los temblores iban volviendo según me acercaba a la puerta, aquella voz… era mi hermana pequeña ¿qué le estaban haciendo?

Saqué la cabeza al pasillo con excesiva lentitud y caminé hasta el cuarto de mis padres. No había nadie, la cama estaba deshecha, así que supuse que se habían levantado al escuchar los gritos. La habitación de mi hermana estaba al final del pasillo, justo al lado del gran ventanal que daba al patio y a la escalera que daba al altillo. De nuevo caminé con pasos lentos y controlados sobre la madera para no hacer ruido. Sin embargo, algo falló. Una mano alargada y fría me agarró y me tiró hacia la oscuridad, sucedió demasiado rápido, ni siquiera puede verle el rostro. Mi corazón latía desbordado, los temblores se multiplicaban con fuerza y sólo acerté a cubrirme la cara con ambos brazos. 

Una voz familiar me llamó, mi madre con cara de pánico me abrazó. No lloraba, no reía, simplemente estaba asustada, aterrorizada y… me abrazaba. 

—¿Qué ocurre? —Me atreví a preguntar.
—Ha ocurrido demasiado deprisa. La luz, el ruido, los gritos y salió corriendo hacia el cuarto de tu hermana y... ¡Oh, cariño! —Balbuceó.
No entendí nada, no podía procesar aquella información, pero el pánico que me mostraban sus ojos hablaban por sí solos. 

—Tenemos que salir de aquí. —Dijo con un tono cortante y la voz temblorosa.
—No, ¿y Sara? ¿Y papá? 
—Es demasiado tarde para ellos. 
A los gritos de Sara se sumaron los de un hombre de mediana edad, unos sonidos que ojalá nunca hubiese escuchado, pues me obligaron a comprender que aquello que nos tenía recluidos en nuestra propia casa los iba a matar, los estaban torturando. No imagino nada más espantoso que aquellos terribles gritos. Sin embargo, había algo en mí que me obligaba a preguntarme ¿por qué? ¿Por qué a ellos? ¿Por qué me habían dejado a mí seguir “durmiendo”? ¿Por qué habían ido a por ella?

—Por qué? —Pregunté en voz alta, mi tono de voz se mantuvo inexpresivo, tan ido como mis propios pensamientos.
—No... no lo sé. —Respondió, le temblaba el labio al hablar y mi corazón me golpeaba el pecho al verla en aquel estado.
—Mamá ¿qué has visto?
Negó con la cabeza, no quería hablar. Quizás quería olvidarlo, quizás aquello se había convertido en un suceso tan terrible que necesitaba extirparlo como si fuese un tumor maligno. Oí pasos. Nos adentramos entre los abrigos del armario en el que estábamos metidas. Escuche voces, voces que no hablaban nuestro idioma, ni tampoco francés, griego, alemán, inglés o cualquiera de sus variantes. No, no hablaban ningún idioma que existiese o que yo pudiese conocer en la actualidad. No me atreví a mirar por la rendija, pese a que anhelaba hacerlo. Un impulso mucho más sabio que yo no me dejó hacerlo. ¿Cómo íbamos a salir de allí? ¿CÓMO?

Cuando dejé de escuchar ruidos, salí de aquel sitio pese a las insonoras quejas de mi madre. Caminé con decisión, hasta que de nuevo se repitieron los gritos. No fui capaz de mirar dentro de la habitación de mi hermana pequeña, volví a aquel escondite con la mirada vacía. Me temblaba el cuerpo, me abracé a las rodillas tratando de retomar la compostura y me balanceé como sólo hacía los enfermos mentales o una persona que está completamente rota. Miré a la mujer que me había dado la vida. Tenía que sacarla de allí y tenía que recuperar al resto de mi familia, pero ¿cómo se le puede decir a una chica de dieciocho años que haga eso? Además, ¿qué era aquello que había en mi propia casa? ¿Fantasmas? ¿Alienígenas? Aún no los había visto y no sabía lo que eran, así que no podía hacer nada. 
Centré la mirada sobre los ojos vacíos de la hermosa mujer de melena negra y ondulada que tenía frente a mí. Le dije que se quedará allí, que dejase echado el cerrojo, y sobretodo que no hiciese ruido. Volvería a por ella con ayuda. 

Cogí un chubasquero de color negro para camuflarme en la noche y bajé a la primera planta, estaba desierta. Descolgué el teléfono, no había línea. Salí de la vivienda, pero ya era demasiado tarde para escapar. Ante mí se encontraba una figura encapuchada de llameantes y fieros ojos negros y manos huesudas. Sentí su fuerza sin acercarme a él y comencé a correr. A cada zancada que daba, más se acercaba a mí… parecía trabajar a la inversa, cuanto más corría y corría, cuanto más saltaba para alejarme de allí, más cerca parecía estar la criatura. No podía seguir corriendo eternamente, además me atraparía. Iba a atraparme, mi corazón, mis piernas, mis pulmones, todo mi cuerpo sabía que aquello era inútil. 
La fatiga y un frío insustancial me rodearon cuando me tocó, atrapándome entre unas fuertes y pesadas garras. Me arrastró por el suelo, pues las piernas no querían obedecerme. Grité todo lo que mis pulmones me permitieron, de nuevo la bilis y la falta de oxígeno empezaron a hacer mella en mi cuerpo. 

El silencio sepulcral se rompió cuando entramos por la puerta, me llevó a la habitación de mi hermana. La habitación en la que no había tenido el valor de entrar. Cerré los ojos ante el pánico y la asfixia que empezaba a sentir, noté las manos frías y huesudas sujetando mis extremidades. No podía moverme. Algo húmedo y pegajoso me mojó el pelo cuando me tendieron sobre la blanda superficie. El olor a hierro aromatizaba la habitación, hierro y sal. Un olor tan desagradable que empezó a picarme la nariz, pero fue poco el tiempo que pude notarlo. Una serie de descargas eléctricas me hicieron perder el conocimiento. 
No sé lo que paso después, pero me desperté en mi cama con la frente empapada en sudor y la imagen de aquellos fríos y exuberantes ojos negros penetrándome la cabeza como si pretendiese perforarme el cerebro. El dolor y la quemazón por aquella mirada se hicieron insoportables, pero no grité, no podía. No tenía voz para gritar, era una sensación confusa, me asustaba. Busqué el inhalador en la mesilla, no estaba allí. 

Una sensación de déja vù me golpeó: mi cuerpo dolorido, el mentol desaparecido… sentí esos severos escalofríos y miré bajo la cama. No esperaba encontrar al hombre del saco allí, pero el pánico me invadió al agacharme, allí estaba mi vía a la salvación, oculto bajo lo que sobraba de las sábanas. Inhalé para abrir los pulmones y me volví a la cama, un arrastrar quejumbroso de pies me sobresaltó. Una mujer con el pelo alborotado, oscuro y la mirada vacía empujó la puerta. 

—¿Sandra?
—¿Mamá?
—Creí que tu padre había venido hacia aquí ¿no está?
—No, como puedes ver aquí sólo estoy yo.
—Entonces estará en el cuarto de Sara.

¡Sara! ¡Mi hermana! Menos mal que todo había sido una pesadilla. Cuando mi madre salió del cuarto, volví a apretujarme entre las mantas, un grito desgarrador me heló la piel. —¡MAMÁ! —Grité. 

Me levanté de un salto y cogí el paraguas del paragüero. No era una defensa, pero era mejor que nada. La vi apoyada en el marco de la puerta del cuarto de mi hermana menor, un olor a hierro que me resultaba familiar me penetró en la nariz. Me tambaleé al contemplar como las paredes sólo mostraban la marca de la peor de las pesadillas: la realidad.

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