Los gritos de Alaric atravesaron
el apartamento, Alana presa de la curiosidad se dirigió a la habitación del
demonio que se encontraba a oscuras jugando a algo en el ordenador. Esbozó una
sonrisa mientras observaba como le gritaba a la pantalla o a alguien tras la pantalla,
por supuesto.
—¡TE ENCONTRARÉ Y TE SACARÉ LOS
OJOS Y TE CORTARÉ LAS MANOS PARA QUE NO VUELVAS A ENTRAR EN UNA PARTIDA CONMIGO!
—Le gritó.
Alana lo miró entre divertida y
horrorizada, aquello era algo que Alaric podía hacer sin problemas. Sin embargo,
si convivían juntos era para poder controlar ese tipo de impulsos del demonio.
Al podía transportarse a la misma velocidad que él, mientras dejase el rastro.
Y, por supuesto, podía arreglar o evitar cualquier despropósito o maquiavélica
idea que saliese de entre los cabellos dorados de su compañero de piso.
—Alaric —lo llamó, pero el
demonio hizo caso omiso de su nombre—. ¡ALARIC!
Dio un brinco en la silla y sus
ojos grises enfocaron a Alana, torció la cabeza como un gato y se bajó los auriculares
a la altura del cuello. Esbozó una sonrisa, una de aquellas suyas, como si nunca
hubiese roto un plato en su vida.
—¿Qué ocurre?
—¿Podría usted ser tan amable de
bajar la voz…? O de callarse, ya que estamos.
Alaric alzó la mirada, exasperado.
Y, de nuevo, aquella sonrisa sobrada que sólo disfrutaba cuando Al estaba cerca.
—Cállame.
En un parpadeo, el ángel se encontraba
junto a él apuntándolo con una espada irisada. Pestañeó, pícara, si es que era posible
que Alana lo fuese. —Ha sido más fácil de lo que pensaba… —murmuró agachándose
hasta el oído de su compañero, que recuperó la respiración al escucharla
hablar. Con aquello, el ángel hizo desaparecer la espada.
—No era la forma en la que
esperaba que lo hicieses… —respondió Alaric de forma huraña, colocándose otra
vez los auriculares y dándole al botón de buscar partida.
Gracias a él, o más bien, por su
culpa, Alana había aprendido y experimentado sensaciones que los ángeles y
muchos mortales no eran capaces de imaginar. Asimismo, por la compañía
reiterada de dicho demonio de ojos dorados, había perdido parte de su magia
celestial y había adquirido cierto control sobre el fuego, algo completamente
fuera de lugar en un ángel. Del mismo modo, él había perdido gran parte de sus
poderes y había adquirido otros que no eran apropiados para su raza.
—Eres insoportable —le recriminó
antes de fijar la mirada en la pantalla. Al lo contempló, a veces lo hacía.
Recordaba como se habían conocido, como habían intentado matarse unas 100 veces
y como, después de todo aquello, él había muerto por ella. Literalmente. Se
hizo un hueco con la mesa y se sentó en regazo del demonio, rodeándolo con los
brazos.
—Será que me he acostumbrado,
pero tú no estás nada mal —le respondió, dejando caer la barbilla sobre su
hombro. No necesitó mirarle para saber que la había escuchado, pero cualquiera
que lo mirase a la cara, podía ver chispear el brillo dorado en los ojos grisáceos
de Alaric y que un leve rubor se extendía por las mejillas del muchacho.
Con sumo cuidado de no molestar a
su invitada, colocó una de las manos sobre el teclado y la otra sobre el ratón,
girando la cabeza lo suficiente para ver la pantalla. El olor a cerezo, propio
del champú que utilizaba el ángel, le impregnó la nariz imbuyéndolo de la paz
que le proporcionaba su compañía. Curioso, desde luego, pues el inicio de su
convivencia había sido todo lo contrario. Principalmente, por el temperamento
de Alaric y la tranquilidad con la que Al se lo tomaba todo. Y, entre aquellas
peleas, había surgido algo en el demonio. Atracción, la necesidad insostenible
de hacerla suya. Cuando lo consiguió, surgió otra necesidad, algo que nunca le
había pasado con ningún otro compañero de juegos, la de su compañía.