Paranoyas célebres.

lunes, 12 de abril de 2021

El susurro de los álamos

El inmortal mago de ojos dorados se marchaba, esta vez para siempre. El ángel pensaba que se había acostumbrado a que se marchase, era un itinerante, no podía retenerlo a su lado y había decidido vivir con ello. Pero también pensaba que tarde o temprano, siempre regresaría a su lado. Que aquel hilo que los había entrelazo, nunca tiraba demasiado, pero sí lo suficiente para mantenerlos unidos a pesar del tiempo y el espacio. Por supuesto, no fue así.

Allan no podía permanecer junto a ella por más tiempo, no porque no la quisiese, pues su corazón se desgarraba con aquella última despedida, sino porque si continuaba despertando a su lado no sería capaz de volver a irse nunca más.   «¿Tan horrible sería?» Se había preguntado alguna vez, despertar todos los días al lado de la persona a la que más quería, con quien deseaba volver después de cada hazaña. La respuesta, siempre era la misma, «lo sería», se perdería para siempre. Pero aquello, aquello no era algo que pudiese decirle al ángel, si ella lo descubría no sería capaz de dejarle ir para siempre. No, debía romper su corazón, aquello era una hazaña propia del hombre de las mil caras, del director del circo de criaturas. Tenía que volver a ser aquel hombre. Aquellos álamos habían sido la voz que le faltaba.

Había perdido el corazón bajo el susurro de las hojas de los álamos que se estremecían en el bosque en el que se conocieron. El cautivador sonido de las hojas meciéndose bajo el céfiro, se antojaba una profecía de la catástrofe que estaba por suceder, de la tormenta. Dicen que cuando un ángel se rompe, todo lo que lo rodea se resquebraja con él. Dicen que cuando no son capaces de expresar ese padecimiento, sus poderes incitan desastres descomunales. Y probablemente, eso fue lo que provocó que aquella tarde el cielo se rompiese en llanto como no había sucedido en años.

El susurro de los álamos, ya no lo era, ahora gritaba, gritaba que aquella era la última despedida.

domingo, 3 de enero de 2021

Insoportable.

Los gritos de Alaric atravesaron el apartamento, Alana presa de la curiosidad se dirigió a la habitación del demonio que se encontraba a oscuras jugando a algo en el ordenador. Esbozó una sonrisa mientras observaba como le gritaba a la pantalla o a alguien tras la pantalla, por supuesto.

—¡TE ENCONTRARÉ Y TE SACARÉ LOS OJOS Y TE CORTARÉ LAS MANOS PARA QUE NO VUELVAS A ENTRAR EN UNA PARTIDA CONMIGO! —Le gritó.

Alana lo miró entre divertida y horrorizada, aquello era algo que Alaric podía hacer sin problemas. Sin embargo, si convivían juntos era para poder controlar ese tipo de impulsos del demonio. Al podía transportarse a la misma velocidad que él, mientras dejase el rastro. Y, por supuesto, podía arreglar o evitar cualquier despropósito o maquiavélica idea que saliese de entre los cabellos dorados de su compañero de piso.

—Alaric —lo llamó, pero el demonio hizo caso omiso de su nombre—. ¡ALARIC!

Dio un brinco en la silla y sus ojos grises enfocaron a Alana, torció la cabeza como un gato y se bajó los auriculares a la altura del cuello. Esbozó una sonrisa, una de aquellas suyas, como si nunca hubiese roto un plato en su vida.

—¿Qué ocurre?

—¿Podría usted ser tan amable de bajar la voz…? O de callarse, ya que estamos.

Alaric alzó la mirada, exasperado. Y, de nuevo, aquella sonrisa sobrada que sólo disfrutaba cuando Al estaba cerca. —Cállame.

En un parpadeo, el ángel se encontraba junto a él apuntándolo con una espada irisada. Pestañeó, pícara, si es que era posible que Alana lo fuese. —Ha sido más fácil de lo que pensaba… —murmuró agachándose hasta el oído de su compañero, que recuperó la respiración al escucharla hablar. Con aquello, el ángel hizo desaparecer la espada.

—No era la forma en la que esperaba que lo hicieses… —respondió Alaric de forma huraña, colocándose otra vez los auriculares y dándole al botón de buscar partida.

Gracias a él, o más bien, por su culpa, Alana había aprendido y experimentado sensaciones que los ángeles y muchos mortales no eran capaces de imaginar. Asimismo, por la compañía reiterada de dicho demonio de ojos dorados, había perdido parte de su magia celestial y había adquirido cierto control sobre el fuego, algo completamente fuera de lugar en un ángel. Del mismo modo, él había perdido gran parte de sus poderes y había adquirido otros que no eran apropiados para su raza.

—Eres insoportable —le recriminó antes de fijar la mirada en la pantalla. Al lo contempló, a veces lo hacía. Recordaba como se habían conocido, como habían intentado matarse unas 100 veces y como, después de todo aquello, él había muerto por ella. Literalmente. Se hizo un hueco con la mesa y se sentó en regazo del demonio, rodeándolo con los brazos.

—Será que me he acostumbrado, pero tú no estás nada mal —le respondió, dejando caer la barbilla sobre su hombro. No necesitó mirarle para saber que la había escuchado, pero cualquiera que lo mirase a la cara, podía ver chispear el brillo dorado en los ojos grisáceos de Alaric y que un leve rubor se extendía por las mejillas del muchacho.  

Con sumo cuidado de no molestar a su invitada, colocó una de las manos sobre el teclado y la otra sobre el ratón, girando la cabeza lo suficiente para ver la pantalla. El olor a cerezo, propio del champú que utilizaba el ángel, le impregnó la nariz imbuyéndolo de la paz que le proporcionaba su compañía. Curioso, desde luego, pues el inicio de su convivencia había sido todo lo contrario. Principalmente, por el temperamento de Alaric y la tranquilidad con la que Al se lo tomaba todo. Y, entre aquellas peleas, había surgido algo en el demonio. Atracción, la necesidad insostenible de hacerla suya. Cuando lo consiguió, surgió otra necesidad, algo que nunca le había pasado con ningún otro compañero de juegos, la de su compañía.