Paranoyas célebres.

miércoles, 1 de abril de 2020

Leyes insondables

 El cielo estaba despierto, y el bosque, también. Las ramas desnudas de los árboles chocaban bajo el aullido del viento invernal. Y allí estaba ella, envuelta en una capa tan gruesa como el manto de nieve sobre el que se deslizaba. Decir que se deslizaba era, posiblemente, un eufemismo, pues sus pies descalzos hacían crujir el hielo que se había acumulado durante la noche y el día anterior. Las huellas quedaban emborronadas tan pronto como el siguiente paso acompañaba a los primeros. No tenía ninguna certeza de su destino, pero en algún sitio estaba escrito que alguien la esperaba. Lo sabía. Su voz no paraba de llamarla. Estaba allí, entre los alaridos del viento en las ramas de los árboles. Estaba allí, entre el continuo crujir de la nieve por los curiosos animales nocturnos. Estaba allí, bajo la luz blanca de la luna. Estaba allí, por supuesto que estaba allí. O eso era lo que su instinto le decía.

Escuchó un quejido. No era el sonido de la nieve rompiéndose por el aumento de la temperatura o el estímulo auditivo producido por las liebres invernales saltando sobre el hielo. No. Era algo diferente algo que conocía.

—Al…

La voz sonó aún más profunda, más herida. Su corazón se encogió de la misma forma que una mimosa púdica al ser acariciada. Sus ojos se habían acostumbrada a la tenue luz de la luna y ahora, era capaz de visualizar cada pequeña criatura que buscaba refugio en aquella tormentosa noche.

—Al… —repitió la voz. Sabía que estaba allí, su conexión había provocado que fuese a buscarle. El viento azotó su rostro y zarandeó la gruesa capa que rodeaba sus hombros. Su cuerpo no reaccionó al frío, pese a los labios azulados y los pies entumecidos. Su cuerpo, no reaccionaba a cambios mundanales como la temperatura. Aún así, temblaba. Temblaba sobrecogida por el miedo a perder a la única persona que le importaba. El sonido de una tos seca hizo que sus pies casi sobrevolasen el espacio que les separaba.

—Te encontré, te lo prometí, te encontré —murmuró con voz entrecortada mientras posaba la capa sobre el cuerpo desfallecido en la nieve—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te has enfrentado a él? ¡No podías ganar!

Sus ojos grises la contemplaron como siempre lo hacía, con tanto amor que era imposible pensar que aquel muchacho de cabello rubio fuese un demonio. Tendió su mano, dejando que la capa de Alana se manchase aún más de sangre y acarició la mejilla de la joven.

—¡No puedo curarte! No puedo curar esa herida porque eres diferente, Alaric. Y no sanará más rápido si estás aquí.

Esbozó una sonrisa, una sonrisa que trató de alumbrar a la mismísima luna llena que los vigilaba aquella noche.

—Todo irá bien… —farfulló—. Te lo prometo.

Sus ojos se apagaron tras esas palabras, el rostro de la muchacha se hundió en la desesperación y con ello, el color carmesí tintó al astro que había estado observándoles aquella noche despierta. Despertó, por primera vez en mucho tiempo, su poder embargó la oscuridad y las alas volvieron a brotar en su espalda, imbuidas en una magia ancestral capaz de romper incluso las leyes insondables. Los ojos de Alaric recuperaron el color y un destello dorado y el cuerpo de Alana, cayó sobre él como un peso muerto y roto.