Allan no podía permanecer junto a
ella por más tiempo, no porque no la quisiese, pues su corazón se desgarraba
con aquella última despedida, sino porque si continuaba despertando a su lado
no sería capaz de volver a irse nunca más. «¿Tan horrible sería?» Se había
preguntado alguna vez, despertar todos los días al lado de la persona a la que
más quería, con quien deseaba volver después de cada hazaña. La respuesta,
siempre era la misma, «lo sería», se perdería para siempre. Pero
aquello, aquello no era algo que pudiese decirle al ángel, si ella lo descubría
no sería capaz de dejarle ir para siempre. No, debía romper su corazón, aquello
era una hazaña propia del hombre de las mil caras, del director del circo de
criaturas. Tenía que volver a ser aquel hombre. Aquellos álamos habían sido la
voz que le faltaba.
Había perdido el corazón bajo el
susurro de las hojas de los álamos que se estremecían en el bosque en el que se
conocieron. El cautivador sonido de las hojas meciéndose bajo el céfiro, se
antojaba una profecía de la catástrofe que estaba por suceder, de la tormenta.
Dicen que cuando un ángel se rompe, todo lo que lo rodea se resquebraja con él.
Dicen que cuando no son capaces de expresar ese padecimiento, sus poderes incitan
desastres descomunales. Y probablemente, eso fue lo que provocó que aquella
tarde el cielo se rompiese en llanto como no había sucedido en años.
El susurro de los álamos, ya no
lo era, ahora gritaba, gritaba que aquella era la última despedida.