La lechuza blanca. |
Las estrellas apenas relucían entre las tinieblas, pero su tenue brillo mantenía alejadas a la más peligrosa de todas las sombras. Allá dónde mirase sólo había oscuridad, pues la Luna tampoco se había dignado a salir aquella noche. En la quietud del crepúsculo una figura tan reluciente que dolía al mirar se elevó por el cielo desgarrando con su blancura la penumbra. Una figura que en comparación con las estrellas que se observaban parecía una pequeña supernova. Nadie la oyó mientras se deslizaba con alas aterciopeladas acariciando el cielo. Nadie la vio mientras sobrevolaba como una exhalación el pequeño claro de bosque.
Se posó en uno de los árboles que lo bordeaban, las garras aferradas a la rama con tal fuerza que los surcos quedarían marcados allí para siempre. El viento gimió meciendo las ramas, las hojas susurraron para la pequeña figura alada. Ella las imitó. Su suave ulular se unió a la rugiente brisa en un cántico temible para cualquiera que la hubiese podido escuchar aquella noche, aunque el mundo seguía ajeno a su paso. Las nubes temblaron y se agitaron en el oscuro cielo cuando la lechuza clavó sus grandes, redondos y oscuros ojos en él. No sabía lo bien que hacían sintiendo aquel pavor ante la profunda y vacía mirada de la criatura alada, pues estaba allí por una razón. Ella tenía una misión. Observó todo a su alrededor con perspicacia hasta que encontró lo que buscaba.
Una doncella mecía
un carrito dónde un niño de ensortijados cabellos rubios luchaba por hacer
frente a un terrible enemigo, el sueño. La lechuza los contempló como si la
vida le fuese en ello, centró la mirada en el bebé. «Ah, aquel niño era
perfecto». Hubiese pensado de haber podido hacerlo.
–Oh, Vincent… si
mi madre pudiese verte, ya estás enorme. –Le dijo con voz suave la muchacha,
siguió meciendo el carrito mientras enroscaba uno de sus propios bucles en un
dedo, lo engarzó hasta que le pareció suficiente. Sus ojos se centraron en el
cielo, el cual cada vez se espesaba más entre las nubes y la oscuridad. –Es
tarde ya, espero que hayas disfrutado de la visita, pues si tu madre descubre
que hemos salido tan tarde, no le va a gustar. –Finalizó con una pequeña
sonrisa que se empezó a abrir paso en sus sonrosadas mejillas. Con ambas manos
empujó el carrito por la ladera del claro hacia el pequeño pueblo junto al río.
La lechuza les
observó durante unos amplios segundos
más y a continuación, elevó el vuelo de la forma más majestuosa que sabía. De
nuevo, nadie la vio y nadie la oyó. Sin embargo, ella ya lo sabía absolutamente
todo. O al menos, todo lo necesario para poder informar a quién la había
enviado a tan importante misión.